Hoy, el calor me ha dado una pequeña tregua y no me estoy derritiendo, en mis propios jugos, mientras estoy trabajando en mi escritorio.
Podría ser una escena de paz, de esas que uno se imagina en las postales de la felicidad. Pero hoy, esta pequeña tregua me recuerda más bien a la calma que precede a la tormenta. Tengo 47 años, un cuerpo que es más una historia que una silueta, un calendario social con menos compromisos que la agenda de un presidente de la Generalitat Valenciana el Ventorro, y un vacío en el estómago que no llena ni el mejor de los arroces al horno.
Aviso, hoy estoy sensiblona y overthinker (una persona que tiende a pensar demasiado en algo (overthinking), rumiando pensamientos de manera circular, negativa y repetitiva, lo que conduce a la preocupación, la ansiedad y la dificultad para tomar decisiones o concentrarse).
Últimamente, me he pillado preguntándome a mí misme, ¿cuál es el sentido de todo esto?
La pregunta, que antes era un eco distante en los rincones de la noche (esas noches tropicales a 36 grados de temperatura y mientras te suda el cogote), se ha vuelto un grito en el silencio de mis mañanas. El mundo, o lo que queda de él, parece estar en un frenesí de autodestrucción. Las noticias son un carrusel de horrores. Mientras yo me preocupo por el siguiente episodio de mi serie favorita, en algún lugar del planeta se están perpetrando genocidios. La palabra, por sí misma, es un puñetazo en la boca del estómago. Una palabra que pensamos que habíamos enterrado, ha vuelto a la vida con una fuerza que asusta.
Pero hoy, la pregunta no va sobre si he cumplido o no. Va sobre el "para qué". Para qué me levanto cada mañana, para qué lucho por ser mejor persona, para qué me cuido (o lo intento), cuando el mundo parece estar tan desquiciado.
Y la respuesta, o al menos el principio de una, no la encuentro en los grandes propósitos. No está en salvar el mundo, en cambiar el destino de la humanidad, o en dejar una descendencia que me trascienda. La respuesta, creo, está en lo pequeño. En la sonrisa de un amigo cuando le cuento un chiste malo. En la cercanía con mi familia. En la de llorar con el final de la temporada 3 de Paquita Salas, de conmoverme con la banda sonora de Wicked, de perderme en mis muñecas, de ver la belleza en el caos.
El sentido de la vida, a mis 47 años, en un cuerpo que ha visto días mejores, y en un mundo que parece ir a la deriva, es encontrar los destellos de humanidad a pesar de la oscuridad. Es no dejar que el cinismo me gane la partida. Es cuidar a los que tengo cerca, ser un refugio en la tormenta, un faro en la noche (o mechero en el cruising).
Quizás el sentido no es encontrar el amor que se anuncia en las películas, sino ser amor para los que me rodean. Quizás mi legado no sea un apellido, sino el recuerdo de un corazón amable, de una mano tendida, de un oído que supo escuchar y de un cabello espectacular que ha resistido a los embistes de la testosterona y la calvicie congénita.
Y mientras el mundo se desmorona, yo elijo reconstruir mi pequeño rincón, mi pequeña vida, un ladrillo a la vez. Porque, al final, la batalla más importante no es la que se libra en las noticias, sino la que libramos cada día en nuestro interior. Y hoy, por si alguien más lo necesita, quiero deciros que no estamos solas en esta lucha. El sentido de la vida, por pequeño que sea, siempre se encuentra.
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